Faust + Z’EV @ Lunario del Auditorio Nacional

May 15, 2012

Faust
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Z’EV
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Por Luis Arce (@lsfarce) /// Fotos BigIdeas (OzCorp)

Hoy día estamos demasiado acostumbrados a sorprendernos con casi cualquier cosa. El hombre que tira sus energías en mirar el lado bueno de una banda mala, o aquel otro que pierde su tiempo tratando de encontrar una forma responsable de justificar porque la obra de tal o cual artista debe entenderse como algo sobresaliente. Es una cotidianidad acelerada, como casi todas las manifestaciones artísticas que dependen de ella. En ese sentido, es siempre maravilloso encontrarse con un acto que no dependa de ello, al que posiblemente no le importa en lo absoluto la diacronía musical. Esos actos, desinteresados, longevos, detenidos durante una o dos horas en el curso de una noche son los que devuelven mucho de nuestro interés en lo cotidiano.

Dos cosas son ciertas, no existe un acto más desinteresado que Faust, y su larga carrera los ha posicionado en la forma de un mito dentro del imaginario musical del krautrock. Sabiendo eso, podemos considerar que anoche en el Lunario, ocurrió un acto tan mítico como la leyenda que circunda a esta agrupación.

(Pero antes, hagamos un paréntesis para hablar un poco sobre el acto anterior: Z’EV, quien salió directamente de la mazmorra de su cabeza, para regalarnos una exploración percusionista, demasiado ágil, demasiado creativa. Lo elementos de los cuales Stefan Joel Wesser estaba rodeado eran los que podríamos esperar, instrumentos de percusión metálicos, y un tambor enorme que yacía a sus espaldas. Es curioso conocer a un artista cuya inventiva parece más limitada mientras tiene más elementos; porque cada vez que decidía darse la vuelta para tocar el gigantesco tambor, Wesser mostraba una inventiva única, radical. Durante cerca de una de hora, el Lunario tembló bajo la las manos raquíticas del artista.)

Armados con una instrumentación más o menos clásica (guitarras, batería, pulidora de metal, un taladro y una mezcladora de cemento), Jean-Herve Perón, Amaury Cambuzat y Werner “Zappi” Diermaier deconstruyeron por completo el significando de una presentación en vivo. Ello no se debe a la presencia de las herramientas de trabajo sobre el escenario, o al espontáneo cuarto miembro de la banda, José Luis, quien tocaba la escoba y el “trapiador”, debido al polvo originado por la mezcladora. No. Faust logró conmocionar y sorprender simplemente porque saben cómo asestar cada golpe, porque su espectáculo no corre en las venas de una presentación cotidiana, para ellos la esencia de un lugar, la de su público y la de su música simboliza un nuevo espacio para hallar significados.

Incluso se atreven a dar agradecimientos, a perder la compostura y animar a la gente para que realicen lo mismo. Es propio de situaciones como estas cambiar el paradigma de nuestra inteligencia, arriesgarse a no conocer absolutamente nada, retroceder y transformar. Sólo bastó un pequeño espacio de reflexión para entender que clásicos como “Sad Skinhead” pueden interpretarse con una libertad propia del jazz pero con la energía y la esquizofrenia del noise más agresivo.

Es difícil no dejarse seducir por vacíos tan atractivos. Si existe una metáfora acertada, es acaso, la de la mezcladora. Uno de sumerge y da vueltas, entre pedazos concretos de sonido; alucinaciones con olor a cemento, y guitarras que descienden en espiral y luego suben de nuevo. Es descontrolado, es sumamente pesado, y es tremendamente divertido.

Realmente se divierten, nunca se deja tanto sobre el escenario como al tomar los primeros acordes de “Krautrock”, y entregarle las panderetas a Zappi para que puedan ejecutar de tal forma, uno de los actos más sinceros y emocionantes que podamos haber visto. “Krautrock”, porque es el título de la canción, el nombre bajo el cual, este sonido está amparado.

Posiblemente no tenga nada qué ver; pero justo en el momento cuando la batería comienza a sonar, anticipando que el escenario está a punto de iluminarse de leyenda; el tiempo se quiebra nuevamente y el mítico espacio que le corresponde a esta agrupación en los anales de la historia del rock, se encuentra saturado, fascinantemente ocupado por tres personas y sus herramientas. Cuando existen músicos que pueden suprimir las sensaciones nominales de un concierto cualquiera (emoción, distención, alegría, a veces angustia), sólo podemos sentir un ánimo muy grato por descifrar de dónde ha salido toda esta fuerza mecánica, y tentar con elevado descaro intelectual hacia dónde puede dirigirse.

“It’s a Rainy Day, Sunshine Girl” fue la canción encargada de cerrar la noche, con su ritmo de marcha y su trágica sonoridad vocal logró sacarnos de la mezcladora. Es una imagen sensata: estás afuera, pero el cemento y las piedras se encuentran clavados entre uña y carne. La sensación, fuera todo, no es desagradable, al contrario, se acumula en los oídos con la dureza de una estatua, y sin embargo, posee la ligereza de un picnic junto a un río congelado.

Post escrito por: Luis Arce

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