Por: Arturo Reyes Fragoso
¿Qué otro gusto puede darse alguien que ha obtenido los principales reconocimientos en la industria del cine, como Martin Scorsese? Filmar una película de los Rolling Stones, con el título de Shine a Light.
Cierto es que existen otros registros en imagen y letra impresa del paso de esta banda por el mundo de la música, como el libro de Robert Greenfield, Viajando con los Rolling Stones, del que existe una traducción al español con el sello de Anagrama; el concierto proyectado en formato Imax en el Museo del Papalote allá por 1995, en víspera de su primera presentación en México, donde sentías que la bocaza de Jagger iba a devorarte con todo y butaca; el mítico documental Gimme Shelter y su espeluznante escena del asesinato de un espectador durante el concierto de Altamont, a manos de un Hell Angel, supuestamente encargado de garantizar el orden, y hasta la aparición de Mick Jagger y Keith Richards en un episodio de Los Simpson.
El gusto musical del director de Taxi Driver y Buenos muchachos también está más que probado, no sólo por las portentosas bandas sonoras que suele incluir en sus películas —donde menudean las rolas de los Stones—, sino porque entre sus créditos se incluye la dirección del video de “Bad” de Michael Jackson.
Con tales antecedentes, no es difícil deducir que ambas partes decidieron darse su gustito: los Rolling Stones de contratar a Scorsese para hacerles un documental y Scorsese aceptar con algunas condiciones, la principal fue filmar en un escenario pequeño —un teatro neoyorkino donde tocaron para una fundación de beneficencia encabezada por Bill Clinton, en octubre de 2006—, en lugar del megaconcierto gratuito realizado ese mismo año en las playas de Copacabana, donde la banda inglesa reunió a más de un millón de pelados.
El mismo gusto de hacer las cosas por amor al arte, llevó a Scorsese a utilizar un monumental montaje de cámaras, operadas por un equipo donde se encontraba, ahí nomás, Robert Elswit –Óscar a la mejor fotografía por Petróleo sangriento–, y el mexicano Emmanuel Lubezki, además de un juego de luces del que era necesario dosificar, para no derretirle el fundillo a Mick Jagger.
Por descontado resulta hablar del aspecto musical, además consultables en el obligado soundtrack lanzado para la ocasión; el deslumbrante resultado final de la película se lo debemos a la atmósfera de “intimidad” que Scorsese logra imprimirle a la actuación sobre el escenario de los Stones y sus invitados —Jack White, Buddy Guy y Christina Aguilera—, acentuada con el intercalado de fragmentos de añejísimas entrevistas realizadas a Jagger, Richards, Watts y Wood. Incluso muestra la exasperación de Scorsese quien, pese a sus súplicas, recibe el listado definitivo de las canciones a interpretarse en el concierto, justo al momento de escucharse los primeros acordes sobre el escenario.
La escena final de Shine a Light es la rúbrica estilística de las partes involucradas en la cinta: un largo plano secuencia que sigue por la espalda la salida de Mick Jagger del escenario hasta la calle, donde sortea a un grupo de fans que lo espera, incluido el propio Scorsese, quien en ese momento le indica al camarógrafo “elevar” la toma para abarcar la marquesina del teatro y continuar su ascenso hasta mostrar una panorámica nocturna de la ciudad de Nueva Yok iluminada por la Luna que, súbitamente, se transforma en la socarrona boca emblemática de la banda.
Bien lo decíamos al principio: los Stones querían que Scorsese les hiciera una película, y Scorsese quería filmar a los Stones.
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