It’s a wicked life, but what the hell:
45 años de The Basement Tapes de Bob Dylan y The Band
Por Ernesto Acosta Sandoval @erniesandoval_
Un poco de historia. En 1966, Bob Dylan se encontraba en la cúspide creativa de ese momento de su carrera. Había lanzado tres álbumes al hilo que cambiarían la historia del Rock para siempre, y que lo terminarían de posicionar en el imaginario colectivo. Había alienado a buena parte de sus primeros fans cuando se colgó una guitarra eléctrica al cuello, pero encontró nuevos oídos, y el hecho lo llevó a nuevos horizontes. Le habían abucheado, algunas secciones del público en varios lugares se salían antes de que terminaran los conciertos, en Manchester le habían gritado “¡Judas!”, pero Dylan se mantenía más o menos firme en sus convicciones. Para mediados de ese año, llevaba unos buenos diez meses de gira casi sin parar con una banda canadiense que se llamaban The Hawks en aquel entonces. En mayo, Albert Grossman, su manager, le anunció que todavía le quedaban unas 63 fechas por delante en Estados Unidos. Dylan se derrumbó. Lo que sucedió las semanas siguientes se ha convertido en una de las leyendas más oscuras de su vida. Durante un breve descanso de la gira, Dylan estrelló su motocicleta Triumph cerca de su rancho en Woodstock. Se rompió el cuello, tuvo una contusión, y canceló todos los compromisos restantes del año. Nunca ha quedado claro hasta qué punto sucedió lo que se reportó que sucedió, los registros son contradictorios, o si todo fue un montaje para alejarse de la caótica agenda en la que estaba metido. Con lo hermético que siempre ha sido el cantante, es imposible saber la verdad. Lo que sí sabemos con certeza es lo que sucedió durante los meses siguientes.
Dylan se encerró en su enorme casa durante todo lo que quedaba de 1966, ajeno al mundo exterior. Se dedicó a disfrutar su matrimonio con Sara Lownds, a sus hijos recién nacidos, escuchaba música, escribía canciones, paseaba por los pastizales que rodeaban la propiedad, todo sin ninguna presión. A principios de 1967 llamó a su casa a su banda de la interrumpida gira anterior, ahora rebautizada como The Band y, en el ambiente más relajado que se pudiera se pusieron a palomear y grabar. Canciones de ellos, canciones de él, covers, tradicionales. Algunas de esas grabaciones, pensadas como demos para futuro desarrollo, se filtraron como sucede siempre en estos casos, y algún listillo decidió publicarlo por su cuenta. Prácticamente así nació el concepto de bootleg. En los sesenta, que un artista pasara más de seis meses sin lanzar material nuevo era considerado un suicidio comercial. La gente, ávida de material nuevo de Dylan, pronto convirtió en un éxito de boca en boca ese LP, titulado Great White Wonder. Dylan no le dio mucha importancia y siguió disfrutando su sabático. The Band, en 1968, lanzó, producto de esas sesiones su álbum debut, Music From The Big Pink.
En 1975, después de una larga pelea legal respecto a la circulación de aquel bootleg, Columbia Records decidió casi unilateralmente, y subiéndose a la ola del renacimiento de su estrella con Blood On The Tracks, lanzar de forma oficial, ocho años después, el álbum que recopilaba lo mejor de aquellas grabaciones. The Basement Tapes presenta 24 de casi literal cientos de canciones grabadas entre junio y septiembre del ’67. El concepto del álbum es de lo más interesante, y hay varias cosas que saltan a la vista, o al oído. Una es la calidad de las grabaciones. La idea de Columbia era mejorar el sonido de Great White Wonder, pero sin perder la esencia casera y relajada. Aquí escuchamos a un Dylan sin ningún truco, casi sin edición. Lo que estaba cantando y tocando en el momento, es lo que sale de las bocinas. La otra cosa es no negar la presencia de The Band. Así, tenemos un orden de una y una. Una canción de Dylan por una de los canadienses. Resulta interesante, también, ver que aquí no hay rastros del Dylan de la época. Es otro por completo. No es el artista Folk convertido en estrella de Rock, pero tampoco es un regreso a las raíces. Tiene otras preocupaciones estéticas y musicales. Su voz se escucha por momentos como de ultratumba. Como si el accidente que sufrió lo hubiera hecho reencarnar en un crooner más viejo de los 25 años que tenía en ese momento. Es un hombre que escribe y canta en abstractos, con una banda que no suena para nada a los electrificados hombres que lo escoltaban los meses previos. The Band suena a un grupo de bar, profesional, pero que igual se podía uno topar en una cantina sucia de alguna carretera perdida. Hay momentos aterradores salpicados por todo el álbum doble (“This Wheel’s On Fire”, “Clothes Lines Saga”), pero también hay momentos dulces e intensos (“Goin’ To Acapulco”) y divertidos (“Odds And Ends”, “Million Dollar Bash”, “Please, Mrs. Henry”). Hay momentos de total compenetración entre The Band y Dylan (“Nothing Was Delivered”, “Open The Door, Homer”).
En la última semana de 1967, Dylan rompió el silencio con John Wesley Harding para luego volver a quedarse callado durante año y medio hasta que regresó con su álbum country, Nashville Skyline. Ninguno de los dos reflejan lo que grabó en Woodstock durante el llamado Verano del Amor. El primero tiene letras apocalípticas con tintes bíblicos y mínima instrumentación. En el segundo, colabora con Johnny Cash y, hasta le canta al pay casero de su esposa. Dylan parecía haberse quedado en la barrera observando cómo el mundo a su alrededor se derrumbaba, pero él, por dentro, estaba reconstruyéndose. Como siempre lo hace.
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