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50 años de Beggars Banquet de The Rolling Stones
Por Ernesto Acosta Sandoval @erniesandoval_
Aunque los Beatles, su eterna competencia, se les adelantaron en eso de crear álbumes más cohesionados y menos como simples colecciones de canciones, cuando los Rolling Stones decidieron hacer un álbum en forma, lo hicieron en serio. En 1967 les había fallado el cálculo en su experimento psicodélico y en quererse subir a la ola del momento, siendo Their Satanic Majesties Request el tiro más errado en su carrera. Después de eso, como que decidieron no se iban a volver a equivocar y se aventaron, al hilo, sus cuatro discos más importantes, impresionantes, fascinantes e irrepetibles. Y todo comenzó con Beggars Banquet, en el año en el que el mundo parecía estar colapsando y en el que la utopía se había comenzado a deslavar. Y ¿qué mejor manera de sonorizar 1968 que regresando a las raíces? Los Stones se despojaron de tres cosas para crear su primera obra maestra: del lastre en el que se había convertido Brian Jones en los últimos meses, de poses intelectuales que no les quedaban, y de la influencia cada vez más negativa de su ahora ex manager y productor Andrew Loog Oldham. Una vez liberados, ya no había límite.
Beggars Banquet se deshace de la buena ondita que parecía haber quedado en el aire y en muchos de sus contemporáneos y la manda a enterrar desde que empiezan los tambores y los coros en “Sympathy For The Devil”. Ni dos minutos han pasado en la canción para que la sensación sea de angustia y de que las paredes se están derrumbando. Este fue el paso agigantado que le había estado haciendo falta a la banda. Sin importarles el qué dirán, Mick Jagger toma el papel de un demonio al que le urge el reconocimiento y al que le da lo mismo haber sido el titiritero detrás de la muerte de Jesucristo que de los Kennedy. Desde el inicio del álbum, la cosa se pone densa. Lo que sigue son nueve episodios en la vena del Blues más tradicional y sin miedo a no innovar. “No Expectations” es delicada y áspera al mismo tiempo, “Dear Doctor” es divertida y simpática, “Parachute Woman” es gamberra y sudorosa, “Jigsaw Puzzle” parece rendirle homenaje al Dylan bluesero de Blonde On Blonde. Al darle la vuelta al LP, la entrada no podía ser más fastuosa que con “Street Fighting Man”, la pequeña contribución del grupo al politizado y electrificado ambiente del 68. “Prodigal Son” es un cover a Robert Wilkins, para recordar el anclaje del grupo y del sonido del álbum. “Stray Cat Blues”, sorpresivamente, es un homenaje a “Heroin” de The Velvet Underground, con su ritmo robótico e hipnotizante. Para cerrar, “Factory Girl” y “Salt Of The Earth” son un par de canciones hasta cierto punto dulces pero en los que en ningún momento la habilidad de Keith Richards en la guitarra se queda en segundo plano. De hecho, en ninguno de los diez cortes de Beggars Banquet, la habilidad musical de los miembros de los Stones se pone en tela de juicio, y Richards, aunque alejado de su habilidad para crear riffs, destaca por haber optado por un sonido más orgánico, más aterrizado. Eso es lo que, si lo vemos con lupa, le otorga el nivel de obra maestra al séptimo álbum de la banda y de haberse desprendido, primero, de ellos mismos, y luego, de los sonidos de la época. Y pensar que sólo había que voltear la cabeza hacia atrás.
Crear un álbum como Beggars Banquet en pleno 1968 fue un acto desafiante, hecho por una banda que, de por sí, siempre había resultado provocadora y desafiante. Sólo que no se habían atrevido a darle cauce a esa completa rebeldía con la que siempre los habían asociado. A veces no se necesita mucha distorsión para sacudir al sistema.